Eros viaja parado, Tánatos no


Martes 7:30 hs, estación Moreno
Es aún de noche, la niebla nos rodea. Parece el plató de una película de terror con muchos extras: hace 15 minutos que ningún tren llega, la gente se abisma al borde del andén atisbando hacia el idílico Este. No hay noticias, seguimos creciendo en número y en ansiedad y para colmo la niebla no nos deja adivinar los faros del convoy. Yo me acuerdo que en este horario Tánatos volvió a hacer sus negocios no hace mucho, y el entorno triste que me rodea estimula mis pulsiones de muerte.
Al fin llega una formación, pero como podemos ver, varios se quedan en sus asientos. Si a eso le sumo que somos muchos los que ansiamos un lugar en el que sentarnos, la cuenta es sencilla: no me da para forcejear en el amontonamiento de los que ni esperan a que bajen los otros, me quedo atrás mientras aguardo a que los  revoltosos por la rutina del mal viajar hagan su trabajo, y luego subo y me acomodo de pie en un hueco destinado para las sillas de rueda. Viajo una vez cada tanto, y casi nunca en horario poco, me digo, a pesar de mi malestar general y de mi malhumor creciente puedo bancarme una hora y cuarto de pie hasta Caballito, cercanías del Pensadero, mi destino.
Una mujer que rondaría mi edad se para a mi lado. El tren no salió de su estación cabecera y aún hay espacio como para pararnos cómodos, como un viaje de rutina en colectivo.
En Merlo sube el primer contingente numeroso, con un ritmo de abordaje intenso, del tipo "si no te apurás te apuramos". Ahora estamos más cerca, yo de espaldas contra la pared del vagón, ella de perfil. Tiene que correrse un poco más cerca de mí, yo no tengo más remedio que apretar mi espalda al plástico que recubre el interior de este coche nuevo. Eros se asoma, ahora que los roces son inevitables. Ella mira hacia adelante, yo tuerzo mi cuello para mirar por los vidrios de la puerta que tengo a mis espaldas. Los demás hacen lo suyo, se aíslan en sus ipods y celulares, dormitan de pie... Tratamos de simular. Pero Eros ya está ahí, expectate a la próxima parada.
Morón es la última estación antes de que el tren se vuelva "semi rápido": no por darnos una comodidad extra, sino porque ya no entra nadie más, y si se vuelve a detener la gente reempujará y entrará aunque las leyes de la física parezcan desmentirlo. Este es nuestro máximo nivel de compresión hasta que Liniers expulse a muchos como en el mercado de hacienda homónimo. Como es de imaginarse, el malón moronense ha hecho otro tanto en este acercamiento negado pero evidente de nuestros cuerpos. Ya no podemos evitar el roce, no podemos reclamar ni un centímetro cuadrado de espacio más para nuestra avasallada intimidad. Estamos ahí, nuestras caras a centímetros nomás, y ahora simulamos más que nunca mirar hacia otro lado, hacia el paisaje postindustrial del conurbano bonaerense. Pero el doctor Eros está ahí, tomándonos el pulso. Puedo sentir la respiración de esta mujer, pulsión de vida en medio de tantos solitarios apretujados.
Es demasiado, me digo. Luego pienso que para el que viaja así todos los días, este intimar forzoso es algo ya asumido; soy yo el desacostumbrado a este bochorno en pleno invierno. El tren ahora toma velocidad porque pasa estaciones sin detenerse, y los barquinazos que nos zarandean vienen a complicar la cosa. A nuestro lado, Eros se frota las manos. Mal momento para la realidad de nuestros cuerpos sexuados, me digo. La mente dice no, el cuerpo recibe sus estímulos. Pero bueno, es parte de la experiencia del arrasado servicio público de transportes. "Seducción por devastación", me susurra al oído Eros. No, no me gusta para título: yo no quiero seducir a nadie en este viaje, solamente quiero llegar al platónico Pensadero. Ese de los cuerpos anulados por el dominio de las Ideas.
Liniers aparece con su alivio, ya podemos separarnos un poco. Volvemos a ser individuos, retornamos a nuestros mundos privados. Ella sigue hasta Once, yo pido permiso (vuelvo a escuchar mi voz después de varias horas) y me escurro hasta las cercanías de la puerta.
Afuera ya es mañana completa, la niebla se ha disipado y, bajando por García Lorca hasta Rivadavia, la literatura hecha ilusión de lo cercano por llegar consigue que me olvide de inmediato de estos dos amigables enemigos que se encontraron en el Sarmiento y en mí. Eros viajó de pie, Tánatos no.


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