Relatos pasajeros



Pasajes negros

Partida
Estaba en el living en medio de una de mis partidas favoritas y me desmayé sobre el tablero. Dulce anticipo: la sangre que no llega al cerebro durante un instante y doña ñata que saluda rapidito aunque sigue viaje. Desperté entre las piezas desparramadas sobre la mesa y el piso. Llamé por teléfono a la emergencia médica. El doctor que me atendió era joven; mientras me tomaba la presión señaló con la mirada al tablero devastado. Se extrañó de que yo estuviera solo. Le expliqué que como no tengo rivales con quien enfrentarme, me entretengo reproduciendo partidas magistrales. Yo tengo el mismo problema, me dijo: hace años que no juego porque no tengo con quien. Si le parece, (aquí ojeó distraídamente mi carnet) don Nicolás, un día lo visito y jugamos, me dijo. Cómo no, m’ijo, le respondí: pero apuresé que ya ando en tiempo de descuento. Él se rió de mi ocurrencia y por todo cumplido me dijo que no me preocupara por lo que me había pasado hacía un momento, que bien medicado iba a vivir muchos años más. En eso quedamos. Claro que no va a volver. Trabajan mayormente con viejos, y necesitan ser amables. Lo comentó por decir algo nomás. Aunque después de que se fue me quedé pensando sobre esa partida que jamás ocurrirá. La infinita, la imposible, la más magistral de todas: un juego cuyas combinaciones imposibles estarán abiertas por siempre.


Pasajes luminosos

Proyección
Locura de estancieros con campos y plata, a éste se le ocurrió construir un frontón en el medio de la llanura, pero al poco tiempo se le pasó el antojo y mandó a que los albañiles abandonaran la construcción.  Lo que quedó allí fue una pared de siete metros por quince, blanqueada a la cal, como mojón solitario de las excentricidades de los terratenientes. Tardó años en caerse sola, pero al principio fue una refulgente pantalla que en las noches claras estimulaba la fantasía de los paisanos de la zona, fascinados al ver desde el camino de tierra ese espejo que refractaba otra vez la luz del sol. El estanciero, en cambio, comentaba con los suyos que el artificio se parecía a los autocines que frecuentaba en la ciudad, pero que éste, en sintonía con el minimalismo de la pampa circundante, proyectaba siempre la misma película, onírica y experimental, en fin, decía y se reía, aburrida.


Pasajes perturbadores

Foto
Nunca había tenido tanta mala suerte en esto de buscar empleo: ya llevaba tres meses repartiendo currículos sin ninguna novedad. No creo en brujas, pero mi desesperación era tal que consulté a una de estas señoras para saber qué pasaba. Es la foto de su cara, muchacho, me dijo la vidente señalando con su dedo mi imagen impresa en la primera página de mi carta de presentación. Le han fotografiado su lado negativo, ¿no lo notó?, la cámara sólo captó sus debilidades y miserias, agregó la vieja. Eso de tratarme de miserable me amoscó un poco, pero miré la foto y fue como verme por primera vez: un párpado medio caído, la mirada huidiza, el rictus de mis comisuras hacia abajo, las ojeras más acentuadas que nunca… Era cierto, ahí estaba el vivo retrato de todas mis bajezas inconfesables. Para sacarme de una vez de mi mutismo la mujer me preguntó con quién me había hecho fotografiar. Di un nombre y ella asintió como si ya lo hubiese sabido. Ese hombre es un amargado, sólo sabe ver lo malo que hay en los demás y se lo transmite a sus cámaras, me explicó. Cambie de fotógrafo y luego insista, fue su consejo final. Así lo hice y pronto empecé a trabajar.


Pasajes anecdóticos

Vocabulario
Al viejo Soriano lo invitaron una vez a cenar en la casa del patrón. Recién lo habían puesto de capataz y no quería quedar como un pajuerano. Ni bien se sentó a la mesa familiar, le trajeron un plato, que le dijeron, era una sopa de letras. Allí empezó a transpirar el viejo, y no por el vapor que le subía hacia la cara, sino porque él era analfabeto y apenas podía distinguir las letras. El hombre tenía miedo de que alguna combinación azarosa formara dentro de su plato una palabrota, por eso no paraba de revolver ese magma humeante que se debatía bajo su cara. Se la tomó enseguida, quemándose por dentro y sudando por fuera. No quiso correr riesgos con eso que los demás llamaban el vocabulario.


Pasajes delirantes

Acuapático
El tío del campo, como lo llamábamos, era un macaneador sin remedio, qué se le va a hacer, pero sus historias nos divertían. Una vez que estábamos viendo esquí acuático por el canal de deportes, nos interrumpió para contarnos que él ya había practicado ese deporte mucho antes de que lo inventaran los yanquis. «Cuando yo era mozo, allá en la estancia donde me conchababa, un día se me ocurrió alimentar a los patos de una laguna con un engorde especial, bien cargado de vitaminas y yo qué sé qué más, que los hacía muy juertes… Si ustedes vieran lo que tiraban esos bichos. Yo era prudente en esperarlos, pero ni bien estaban pa’l asunto, me enlazaba a dos del cogote con la mesma rienda del potro, y ellos áhi nomá meta arrempujar del julepe que les daba. Tanto vieran que me sacaban a la rastra por el agua; andaba yo por la laguna, refalando como esos tipos de la televisión, pero en patas ¿eh? Y meta refalar hasta que los patos medio que empezaban a tomar altura y había que largar las riendas, que si no te llevaban pa’rriba y había que bajarlo a uno a escopetazo limpio nomá. Ricuerdo que al Jacinto, que era medio zonzo, se le olvidó soltarse a tiempo, y empezó a subir el tape y ya se lo veía chiquito vean hasta que lo tuvimos que traer de guelta a perdigonazos … Menos mal que aterrizó en la laguna, que si no no la contaba vean. Ma qué lancha ni calzones ajustados de esos gringos, aquello sí que era dino de verse…».

Domingo




Se llena de turistas  
los domingos,
el periurbano.
Con mi mujer
casi siempre
nos quedamos en casa,
descansando.
Y cuando a veces salimos
a limpiar la zanja
o a cortar el pasto
o vamos al almacén
a buscar alguna pavada
para un almuerzo frugal,
improvisado,
vemos a lo lejos
la chorrera de autos:
rumiando por la ruta
relojeando los carteles
buscando algún remanso
pero intentando,
de todos modos,
no pasarse
no marearse
no perderse
por cualquiera
de los caminos polvorientos
que se internan en el campo.
A veces alguno se detiene;
una familia
una pareja
un grupo de amigos medio escabiados:
“Maestro,
una pregunta,
¿voy bien por este lado?”.
“Pegále derecho nomás,
le respondo,
vas bárbaro”.
Y entonces se aleja
el auto,
y yo vuelvo a casa
con cien gramos de queso de rallar
un tinto peleador
y una lata de duraznos.
A veces pienso que
con mi mujer
nos hacemos los boludos,
jugando a que estamos
en el medio del campo;
plantando árboles
cortando leña
diciéndole a los amigos
cuando llueve:
“tengan cuidado con el barro”.
A veces pienso
que no vemos lo evidente,
el signo elemental del periurbano:
que a algunos metros,
por la ruta,
los coches siguen pasando.
Y de tanto insistir,
ya se sabe
qué ocurre con el cántaro.


Lucia Aladelta - Primera ronda bajo la linterna


La calle Italia una pequeña Avenida Alvear
reciclamos locales
que parecen elegantes
con las cloacas tapadas abajo
pasa una chica
linda
con chupines
era mi hermana de aventuras
con oxfords
piel de durazno
allá en el arroyo
con huellas y huesos de vacas
luz de super 8
cañas al hombro
Ensoñación de la mañana
con cielo de pastilla blanca
pero mis pies
ya llegan
ya suben
los escalones
del palacio municipal
ocho cero tres minutos
legajo 5451

Maximiliano Primera ronda bajo la linterna


Muñiz y Moreno  

Los vidrios oscuros de la clínica
se confabulan con el día nublado
Nada reflejan de aquellos
fantasmas niños
ni de la fachada amarilla
con la cruz enrollada
en alambres de púa
contra el dintel
Qué sabrá
el boom inmobiliario
de ese chico que pasaba
relojeaba el zaguán
impenetrable
y felizmente
apuraba el paso
imaginando sus miedos

Patricia - Primera ronda bajo la linterna

Roux y F.C. Oeste

Luvia barroca de luces navideñas
sobre el techo.
Abrumadora visión.
La Meca del barrio

Flor de Cardo - Primera ronda bajo la linterna


Poema del chancho y el niño
I
Hay un chancho
en la orilla estrecha
que separa la
ciudad que se vive
de  la que se quema.
II
Hay un niño que juega
con el chancho
y con la basura
que la madre revuelve
revuelve
y no encuentra.
No sabe.
Dónde.
Ha dejado documentos,
papeles, trámites,
certificados, firmas.
III
Hay un chancho
yun niño bajo un sol
queen las tardes sudorosas
se acuesta detrás
de un sendero de hormigón
separando la ciudad que se vive
de la que se quema.
IV
Hay un  chancho
y un niño
en la orilla estrecha
de un río que se huele
sin verse
y a veces.
Desborda.
Sin avisos, ni papeles,
ni padre, ni palabras.

Mariano - Primera ronda bajo la linterna


 El escritor, como el que da la vuelta al perro,
una vez que ha puesto el pie en el mercado,
mira el panorama alrededor.
 Es una literatura panorámica
la fisiología de la ciudad.
 El paseante va a hacer botánica al asfalto.
 La calle principal es la vivienda del paseante,
que está como en su casa entre fachadas,
igual que el burgués en sus cuatro paredes.
 El legitima su paseo ocioso.

RASEROS URBANOS

¿Dónde vamos a poner el cuerpo?
dijo, pensando en el cuerpo muerto de él
que ya no pensaba en un lugar para su cuerpo.
Ella esperaba para los restos de él
un lugar acorde al nivel de vida de ellos, 
apartado de los otros ellos que no eran ellos.
No lo quería perdido como uno más
en la tierra común del cementerio.

Sabios los gusanos
se gestan ignorando la arquitectura urbana.
Corroen y degradan las vísceras de los muertos
y las bóvedas de los vivos.

El futuro ya llegó




Lunes 21:15, estación Caballito.
Vuelvo del Pensadero. Tengo frío, dolor de cabeza, hambre y sueño. Si esto fuera una historieta de Fontanarrosa el Mendieta le diría a Don Inodoro «guárdese algo para cuando se sienta mal». Pero en este estado de embole post incursión capitalina, solamente me ilusiono con encontrar un asiento libre en el primer vagón del tren. A principios de año todavía conservaba la caballerosidad de dejar que los demás corrieran por esos pocos lugares vacíos, todavía podía hacerme el mártir al que no le importaba viajar parado; en cambio esta noche de invierno al dente estoy dispuesto a primerearle el lugar a quien sea con tal de recorrer los 35 kilómetros de viaje sentado.
Después de unos minutos se acerca el convoy, unas cinco personas nos apuramos a ubicarnos cerca de donde se estacionaría la primera puerta, pero ¡qué sorpresa del transporte público del subdesarrollo! Hemos coincidido con uno de los dos o tres trenes nuevos que han puesto a circular, de esos que el Gobierno exhibe en Tecnópolis, como si la gente no supiera lo que es un tren: dos pisos, más rápidos, más cómodos, con más capacidad de… Entiendo a los pocos segundos que no vale la pena apurarse: por la ventanilla he visto muchos lugares libres, no hace falta canibalizarnos, no por esta vez, hay asientos para todos y para los que suban en Flores y quizás hasta para los de Floresta… Si incluso puedo elegir el primer piso, del lado norte, para observar desde la altura el cementerio de Ciudadela blanqueado por la luz de la luna. ¡Un lujo poético en medio de la devastación! Quién lo hubiera dicho, hace unos minutos, cuando elongábamos nuestros cuádriceps para la competición por el supuesto bien escaso que a estas horas todavía se llama asiento libre. Mientas me acomodo arriba, en un triple banco vacío, con el lujo sibarita de poder acomodar la mochila a mi lado y posar mis pies en el asiento de enfrente, me pregunto ¿habrá llegado el futuro, al fin, a este rincón de la periferia de Occidente? En el tren del futuro crucé el conurbano desangrado, y me sentí Max Mad con su poderosa máquina cruzando el desierto australiano en busca de venganza. Pero mi sed estaba aplacada… si hasta tardó “apenas” 55 minutos,  quince menos de lo habitual.
Bajo en Moreno sin necesidad de correr para tomar la combinación que me lleve “más lejos de lo Lejos”, pensaría un porteño. Es el último tren del día que sale hacia el lejano oeste, donde el entorno se vuelve primero suburbio y después campo, y para completar la sensación térmica de futuro inminente, no lo han suspendido. Está listo, esperándome en el último andén, con sus dos vagoncitos plateados y con casi todas las ventanas con vidrios. El frío es lo de menos, pienso, mientras me acurruco en la penumbra de su interior, hoy el Sarmiento me dio una sorpresa, un benjaminiano shock del futuro, pero esta vez rebosante de confort.

Ahí está



Ahí está, sentada en su silloncito de mimbre. Parece un sapo con pelo de Mafalda, con zapatitos de nena pero cara de grande, chiquitita, aplastada en su asiento con las piernas colgando. Cada vez que paso por la esquina desde la ventanilla del colectivo doy vuelta la cara si veo que está, que la silueta se recorta contra la pared de ladrillos de su casa vieja.
Ya casi no voy a los cumpleaños en casa de los Barzone, va a estar ella. Siento algo espantoso cuando la veo, cuando los veo. No es miedo, yo lo llamo impresión, o mamá lo llama así. Me da bronca cuando dicen que Les tengo miedo, sé que no me van a hacer nada, sólo no quiero su existencia, nada que tenga que ver con ellos. No los nombro ni los puedo ver escritos.
La noche del domingo le pedí a mamá que me prestara un libro de un pintor que se llama Velázquez, bueno, había uno en una lámina, le vi la cara, el cuerpo no se veía. Ella me dijo que no, que no era, pero yo sé que es.
Otras veces me pasa que aparecen de golpe, en las calles del centro, o en la puerta de la escuela, cuando menos me lo imagino, para darme en la mano un billete falso de cien pesos que es la entrada a un circo. Se quedan con el brazo extendido y yo no puedo mirarlos y me voy caminando rápido, aturdida y con el corazón galopando.
Un día fui al kiosco a comprar una revista de historietas, me compré Los Picapiedras, bueno, a cada rato Pedro le decía eso a Pablo. Tuve que tachar cada palabra que nombraba eso. Si no lo hacía iba a quedar en la repisa, ahí, iba a estar ahí entre los libros, agazapado. Como el nombre de ella: Sarita.
Tengo un libro que se llama Mi Museo Maravilloso, hay un hombre en la parte de los retratos. Le digo a mamá que ese hombre tiene cara de eso y mi mamá ya está cansada y no sabe como ayudarme. Entonces decide llevarme a lo de Hugo. Hugo es el psicólogo.
Espero en el recibidor mirando una revista que me llevo desde casa. Hugo me hace entrar en una habitación con muebles lindos, sillones marrones suavecitos, una alfombra y una biblioteca. También tiene un escritorio y nos sentamos a charlar ahí.
Voy una vez por semana, a veces dibujo, a veces miramos un cuento o yo juego sola  con los animales y muñequitos.
En la biblioteca tiene toda la colección de los libros de María Pascual. Cómo me gustaría tenerlos a todos en mi casa, hay unas princesas y sirenas tan lindas, nunca vi caras tan hermosas. Me da vergüenza pero de a poco me voy animando a pedirle alguno para mirar. Él me ofrece prestármelos, que los tenga una semana y se los devuelvo la próxima. Eso me hace feliz. Como me haría feliz el olor de la revista nueva que compro en el quiosco de la esquina, el de la leña quemándose al lado de mi cama, las hojas secas que aplasto con mis botitas Kickers nuevas.
Si no estuviera eso. Siempre ahí, siempre presente para aparecer.
Mamá me insiste para que vaya al bautismo del nene de Barzone, me dice que Sarita se va a dar cuenta de que no voy porque le tengo miedo y que ella quiere tanto a los niños…se pondría triste si se diera cuenta. Aunque seguro que ya lo percibió por mi cara y porque nunca estoy en la misma habitación donde ella está. Mamá no se imagina cómo sufro por eso, por la bondad, por la inocencia encerrada en ese estuche horrible, y agrega -inútil consuelo- ella ya está grande, pobrecita, pronto se va a morir, seguro, no tiene muy buena salud, (pobre mamá, no sabe que me está matando al decirme que la única forma de liberarme de ella es su muerte), no puedo entender encontrar la paz a partir de la muerte de alguien, me hundo y me duele.
Martes otra vez. Estoy sentada en el sillón marrón y Hugo se me acerca arrodillado, de repente tengo su cara, su nariz respingada y sus anteojos respetables al lado de mi hombro, que me imploran:
-Yo soy un enanito ¿No me vas a querer si soy un enanito?
Me molesta y me avergüenza. Pero lo miro, ahí, abajo, parece un nene con la cara grande, un poco monstruo. No puedo decirle nada, pero me sale un “Y…sí” , aunque creo que es mentira, o no sé si es mentira, no sé si es posible amar a lo que más temés.

Sábado. La iglesia me marea si miro tan alto. Voy cruzando la plaza y mirando las muñecas con vestidos de colores y capelinas que nunca me van a comprar, mamá y papá dicen que no son lindas, a mí me encantan, quizás la tía me compre una. En el parque Ameghino ya hay muchos chicos que están pintando en el concurso. Busco a Marga, encuentro la cabeza rubia y el delantal, yo también tengo un delantal para no mancharme,
-¿Qué vas a pintar? -le pregunto.
-Este árbol, me gusta el tronco, ¿vos?-me responde apoyando en el pasto una caja de madera con pinceles y témperas.
Miro para todos lados, pero vuelvo a la estatua de esa mujer gris con una túnica y el pelo recogido detrás de la reja en el patio del museo, está adelante de un árbol con naranjas. Espero que mi dibujo se parezca mucho, que pueda mostrar lo que me pasa cuando miro ese árbol, las naranjas y la estatua.
-Voy a hacer el árbol de naranjas y la mujer ésa-le digo a Marga mientras pienso que sus botanguitas a cuadros azules y blancas son tan lindas como para pintarlas.
La acuarela da unos colores mucho más claritos que la realidad, no me sale como quiero. Se nota el lápiz. No me está gustando.
Miro para arriba,se acerca un grupo de gitanas, los vestidos son de colores muy brillantes, gasas amarillas, rosas, verdes. Son como seis, hay algunas nenitas con vestidos iguales pero chiquitos.
Pero hay una que no es una nena…desvío la mirada y viene el temblor de nuevo, me sube mucho calor, aunque esta vez es un poco más suave. Trato de concentrarme en el dibujo.
Para colmo las gitanas nos empiezan a rodear.
Una voz como disco de muñeca me habla por detrás del hombro. Me doy vuelta y veo una cara ancha que mira mi dibujo: estoy temblando pero tengo que responderle:
-Perdón, no te escuché - le digo.
-Que está muy lindo el mandarino, dan ganas de comer la fruta - Habla como una española.
Ella tiene ojos verdes y perfume dulce. Su frente es enorme, pero sus ojos son muy brillantes. Por mi cabeza pasa la cara de Hugo ¿No me vas a querer si soy un enanito?
No sé qué hacer. ¿Qué hago?
Marga la mira y le dice -¿querés dibujar?
-No, me tengo que ir. ¿Te puedo decir cómo va a ser tu suerte? -Me dice.
-No tenemos plata - le dice Marga sin levantar la vista de la pincelada
-No importa ¿Me das la mano? - me la toma con cuidado.
Sus ojos miran para abajo y parecen cerrados. Nunca vi un enano tan de cerca, el calor se va yendo. Ellla sigue hablando y dice la palabra fortuna a cada rato mientras me acaricia la mano abierta hacia arriba.
Mi papá vino a buscarme, lo veo por allá lejos.
Volvemos a casa. Tengo el tercer premio del concurso de pintura. Un juego del Cerebro Mágico.


El piso de lajas enceradas refleja los zapatos de todos los que tienen copas y bocaditos en la mano en lo de Barzone.
La gente habla fuerte. Van a tocar la guitarra. Todos se acercan a los acordes.
Avanzo despacio. Me abro paso entre la gente, con mi hermanita de la mano, Los zapatitos de nena, como los míos, cuelgan de la sillita.
Intento pasar con la mirada en el piso, pero al acercarme levanto la vista, la miro y le digo
-Hola.