Como en Super 8


Por Flor de Cardo


Cuando pienso en esa época, ya no es en blanco y negro, es a color. Pero no de esos colores a los que estamos acostumbrados ahora, brillantes, indefinidamente numerosos. Son unos colores como vistos en un atardecer anaranjado en el que todo se tiñe de una luz que desdibuja límites más que precisarlos.
Tampoco son ya fotografías porque de los años anteriores quizás guardo imágenes más estáticas y hasta contradictorias entre sí, cada una de esas impresiones se explica por sí misma pero no puede enlazarse a la otra. Aparece una  foto en blanco y negro de mi vieja, mis hermanos y yo haciendo un pic-nic en una plaza porteña.  Ella con un poncho medio subversivo, contándonos unos cuentos infantiles inofensivos pero para entonces prohibidos, como La Torre de Cubos o La Planta de Bartolo. Tengo también una foto familiar en la cabeza yendo a ver un desfile militar, todos vestidos como de domingo con misa saludando a los castrenses como se saluda a un padre cuando se va a trabajar por la mañana: anhelando que no se vaya nunca.
Pero de los años siguientes, aparecen imágenes en movimiento. Como las películas super 8 que filmaba un tío y que hasta la adolescencia nos sentábamos a verlas algunos viernes después de cenar. Hace algunos años que ni sabemos dónde están guardadas.
Veo el barrio, éste donde me crié, con las mismas casas que fueron metamorfoseándose, creciendo y cambiando sus fachadas. Algunos lotes baldíos, que hoy son pura quimera. El asfalto, más nuevo y despoblado de autos. Nosotros jugando al fútbol en la calle, en la vereda, en el club de la esquina, en todos lados. Mi hermana saliendo con sus libros de francés y su pollera tableada, robándose las miradas de los pibes de la cuadra. A esa edad no se sabía si los amigos te querían por la pelota que te habían regalado en el último cumpleaños o porque tu hermana mayor había empezado a maquillarse y a usar polleras cortas.
Recuerdo esas meriendas de chocolatada fría y galletitas okebón, la radio en la cocina siempre prendida y mi madre medio a los gritos que nos llamaba siempre a la misma hora  para hacer la tarea y bañarnos.
Pero los sábados eran distintos, empezaban un poco más temprano, cuando la limpieza general y sus ruidos de enceradora nos sacaban de la cama. Era el día de Acción Católica.
En mi casa no éramos precisamente una familia religiosa, de esas en las que se reza todas las noches y los domingos la salida fija es la misa de la tardecita. Pero mis padres tenían en el espaldar de la cama un enorme rosario de madera con un cristo crucificado colgando, que yo miraba siempre medio de reojo porque me impresionaban sus manos sangrando.
Quizás lo más católico que tenía mi familia era eso de ser buenos amigos de familias religiosas o rotarias. Tal vez por eso, porque la mayoría de mis vecinos  y amigos iban los sábados a Acción Católica, es que yo, aun mirando de reojo el rosario, pedí que me dejaran ir también.
Habíamos vuelto al pueblo hacía apenas unos años, luego de vivir en Capital experimentado lo de ser nuevos porteños en dictadura. Acostumbrados  a los militares pidiendo documentos en cualquier colectivo, haciendo bajar a todo el mundo. Estábamos  acostumbrados a no parecer sospechosos, a comprar juguetes de guerra, mirar películas nacionales de conscriptos y reírnos con ellas, a cuidarnos. Esos años dejaron la sensación de que tenemos que cuidarnos de los otros, de  que todo aquel que no estuviera uniformado podía ser sospechoso. Entonces, si no había nadie uniformado en la familia, ostentar alguno entre los amigos daba cierta tranquilidad o prestigio y creo que lo mismo pasaba con la religión.
Estar nuevamente en el  pueblo se sentía como la libertad. Ya no teníamos que hacer pic-nics en plazas lejanas, podíamos jugar en la vereda con los vecinos y volver caminando desde la escuela.
Esa época coincidió con el final abrupto del combate en Malvinas, luego de las cartas de aliento que escribimos en la escuela para mandarle a los chicos que habían ido a la  guerra. Coincidió con la caída en picada de la falsa euforia nacionalista motivada ya desde el último mundial y con la venida del papa a nuestro país con toda la gente reunida en el boulevard de mi pueblo para verlo pasar. Pero la imagen más colorida es la vuelta de los adultos a las aulas para votar. Las imágenes de las boletas y de los papelitos panfletarios volando libres por el aire, tienen por primera vez un aroma a esperanza. Es triste pensar que el escenario donde se había desarrollado mi niñez hasta ese momento tenía más que ver con una película de suspenso que con un cuento de hadas. La violencia estaba acechándonos de alguna forma en cada lugar, el miedo estaba siempre presente, por sobre todo dentro de los adultos que nos cuidaban. Aunque no se hablara de ello en nuestra casa, todo ese miedo se respiraba.
Acción Católica era entonces un espacio al que ni mi madre ni mi padre me hubieran mandado obligadamente, pero al que no se opusieron porque estaba dentro de la normalidad de la época. Los pibes que querían jugar al fútbol los sábados a la mañana y dos veces al año irse de campamento, iban a Acción Católica.
Es probable que si contaba en mi casa sobre el funcionamiento de mandos tan similar al de la formación militar, con castigos parecidos a los que recibía por aquella época cualquier colimba, me hubieran prohibido seguir yendo, por eso todo se mantuvo en secreto.
Éramos de los más chicos, los más indefensos. Pero eran tales las ganas de jugar al fútbol, de tener un equipo, que nos bancábamos los malos tratos de los más grandes. Eran comunes los saltos en rana y tener que aplaudir cardos con la mano cuando hacíamos alguna macana. Después de algunas de las penitencias hacíamos un esfuerzo doble por demostrar nuestro interés en pertenecer al grupo. Llegamos a apropiarnos de esas canciones que cantaban los más grandes como demostración de la valentía en el potrero y en una especie de cruzada. Nosotros las cantábamos sin entender muy bien qué significaba lo que decíamos, sólo sabíamos que nos hacía más fuertes y poderosos que los demás. Es el día de hoy, que cuando por televisión miro alguna manifestación de jóvenes católicos pienso si todavía cantarán  eso de  Aquí  está la Legión / de la JAC/ la moderna cruzada/ Juvenil Escuadron que nació bajo el sol de la fe.
 A luchar sin temor/ por la patria a vivir de mañana/ A luchar con tesón/ por el triunfo de cristo su Rey.
Si muero en la batalla/ sin inclinar la frente/ al rayar la aurora triunfal/ será mi sueño realidad.
Con los años, fui cruzándome con ex correligionarios, algunos de mi edad, otros de los más grandes, de esos a los que obedecíamos. Todos tomamos rumbos muy distintos, pero  podría decir que ninguno siguió vinculado a la iglesia.
Varios de los más chiquitos esperamos para participar del campamento de verano y luego no fuimos más. En mi caso me incomodaba también que mi hermana participara del grupo para mujeres y que fuera acusada de cambiar demasiado de novio. Con el tiempo se deben haber dado cuenta de que eso de tener separados a niñas y niños, mujeres y hombres, más que mantener la castidad, aumentaba el deseo. Todos sabíamos que llegada cierta edad, si eras varón de la Industrial o de la Agraria, había que rondar cerca del colegio de las Hermanas. Era una especie de fórmula que difícilmente fallara.
Fui encontrándome, luego de varios años, con vendedores de seguros, empleados, docentes, algunos profesionales y hasta con un dirigente trotskista, que evidentemente entendió que la  liberación pasaría por otro lado y se puso entero al servicio de la Revolución. Nunca supe que fue de la vida de Marcos, quizás el más hostigado de todos. Es que él era dulce, hablaba despacio, siempre estaba prolijo y practicaba patín artístico. Corrían los primeros años de los ochenta y todos esos eran signos de ser puto. Tal vez Marcos lo era, pero en esos tiempos la mejor habilidad que podían tener los putos era saber ocultarlo bien, así, más o menos sobrevivían. Recuerdo que años más tarde vimos por primera vez Otra Historia de Amor, una película con Arturo Bonin y Mario Pasik. Yo era  casi un adolescente, pero en mi casa me hicieron  cambiar de canal apenas ellos dos se besaban. Otros compañeros de mi edad ni siquiera supieron de la existencia de esa película, para las familias seguía siendo más fácil de explicar los besos que se daban dos protagonistas heteros, previa fajada del tipo a la mina.
A Marcos le decíamos “Hermano Amor” y le cantábamos canticos especiales para denostarlo por su supuesta condición de homosexual. Repetíamos esos versos como los de las cruzadas, sin saber muy bien qué tan profundo podían marcarnos. Aun así, él insistía al igual que nosotros, en querer ser uno más, en permanecer en el equipo, en llegar al tan deseado campamento de verano.
Pero la pregunta que nunca me había hecho, y que recién después de muchos años, amores, viajes, después de haber terminado la facultad y hasta después de haberme recostado en un diván, decidí hacerme fue: ¿cuándo dejé de levantarme los sábados temprano para ir a Acción Católica?
 No es que me quitara el sueño la cuestión, pero esa parte de mi  infancia tiene el valor de ser una historia bastante secreta, algo de mi niñez que no ha sido narrado por mis padres, que permanece virgen de explicaciones adultas dentro de mi cabeza, lo cual es en sí mismo casi una excepción.
Hay uno de mis compañeros de aquellos años, Pablo, con el que seguí en contacto. Un pibe del barrio que vivía a una cuadra de mi casa. Jugábamos al fútbol, a la mancha, a la bolita. Después fuimos juntos a la secundaria y a pesar de que ambos siempre fuimos muy testarudos y por  eso, mucho tiempo no nos dimos bolilla, seguimos siendo amigos por casi treinta años. Como buenos cuarentones, nos juntamos desde hace una década una vez al mes con otros amigos, a comer asado y a repetir infinita cantidad de veces las mismas anécdotas, aportando alguna que otra vez un nuevo condimento para hacerlas sobrevivir otros tantos encuentros. A veces llevamos integrantes nuevos al grupo, como en La Cena de los Tontos, para llenar quizás ese vacío que tenemos los hombres a la hora de narrarnos en el presente. Vivimos de anécdotas y sino, de temas que ameritan una posición  casi ideológica, como el fútbol, la política y la religión. Por eso, ayudados por el etílico abundante no pocas cenas terminamos medio trenzados y muy enojados pensamos lo pelotudos que son los otros, que no entienden nada.
Cuando asumió Francisco, el Papa argento, obviamente no fuimos ajenos a las repercusiones y la sobremesa  de aquel viernes fue un extenso debate sobre las implicancias en nuestras vidas de que la Iglesia Católica tuviera nuevo mandatario y que justo, fuera argentino.
Entonces, recordamos la venida de Juan Pablo II, nuestras comuniones y confirmaciones, hablamos de la última vez que cada uno había ido a misa, que coincidía con el bautismo de alguno de los hijos nacidos en los últimos años. Yo fui quien sacó el tema de Acción Católica y aunque muchos habían pasado por esa experiencia, parecía como borrada de sus memorias. De a poco nos acordamos de los campeonatos de fútbol y de los famosos campamentos de verano. En un momento, se precipitaron en mi memoria y en la de Pablo unas imágenes que ambos teníamos guardadas pero que nunca habíamos recordado.
 Pablo estaba saltando a una varilla, de esas de caña, finitas, de las que duelen mucho si te pegan. Pablo saltaba sin parar porque uno de los más grandes lo estaba castigando, seguro había dicho una mala palabra, o se había agarrado con otro pibe por la pelota. Cosas de chicos, obvio. Pero los saltos de rana, lo de aplaudir cardos con la mano o arrodillarse en maíz no eran los únicos castigos posibles. Te podían poner a esquivar una varilla durante media hora si querían y si no tenías buenos reflejos, te volvías a tu casa con las medias bien arriba para que no se vieran las marcas rojas en las pantorrillas.
De a poco me fui acordando de algunos ruidos, de los gritos de los otros chicos que seguían jugando en la canchita al fútbol, medio lejos.Recordé que yo estaba en el partido, pero que cuando vi que se lo llevaban a Pablo, salí de la cancha y  los seguí, quedándome cerca de su penitencia. Quizás los más grandes no se habían dado cuenta de que yo estaba allí, o tal vez sí lo sabían, y pensaban que el amedrentamiento funcionaría por partida doble si me dejaban estar en la escena.
Pablo saltaba con tanta bronca e impotencia, que aún con el esfuerzo que hacía para esquivar la varilla, tenía restos para llorar. Yo, lloraba en voz baja, con mucha culpa por no poderlo ayudar. En estos treinta años que pasaron, jamás habíamos hablado de aquello.
Esa noche en el asado, Pablo me dijo que la sensación que le había quedado de aquella vez, es que yo había sido el único que se quedó a su lado, el único que prefirió ver a seguir jugando, el único que lo estaba acompañando. Aunque en ninguno de los dos lugares, allí o jugando al fútbol, hubiera podido hacer nada. Tal vez por eso, aun con todas los peleas de la adolescencia y las veces que cada uno pensó que el otro era un boludo, seguimos siendo amigos.
Yo recuerdo la imagen de Pablo saltando la varilla y llorando, y entonces vuelve esa sensación en mi cuerpo de la arbitrariedad, de lo impuesto, de lo débil que sigo siendo para evitar lo que me duele.
Pero al menos, una de esas tantas noches de vino, asado y repeticiones en las que parece que no se dice nada nuevo, que no hablamos de presente sino de puro pasado, he podido responderme por qué dejé de levantarme tan temprano los sábados y algunas cuantas elecciones que hice en los años que siguieron.



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