El futuro ya llegó




Lunes 21:15, estación Caballito.
Vuelvo del Pensadero. Tengo frío, dolor de cabeza, hambre y sueño. Si esto fuera una historieta de Fontanarrosa el Mendieta le diría a Don Inodoro «guárdese algo para cuando se sienta mal». Pero en este estado de embole post incursión capitalina, solamente me ilusiono con encontrar un asiento libre en el primer vagón del tren. A principios de año todavía conservaba la caballerosidad de dejar que los demás corrieran por esos pocos lugares vacíos, todavía podía hacerme el mártir al que no le importaba viajar parado; en cambio esta noche de invierno al dente estoy dispuesto a primerearle el lugar a quien sea con tal de recorrer los 35 kilómetros de viaje sentado.
Después de unos minutos se acerca el convoy, unas cinco personas nos apuramos a ubicarnos cerca de donde se estacionaría la primera puerta, pero ¡qué sorpresa del transporte público del subdesarrollo! Hemos coincidido con uno de los dos o tres trenes nuevos que han puesto a circular, de esos que el Gobierno exhibe en Tecnópolis, como si la gente no supiera lo que es un tren: dos pisos, más rápidos, más cómodos, con más capacidad de… Entiendo a los pocos segundos que no vale la pena apurarse: por la ventanilla he visto muchos lugares libres, no hace falta canibalizarnos, no por esta vez, hay asientos para todos y para los que suban en Flores y quizás hasta para los de Floresta… Si incluso puedo elegir el primer piso, del lado norte, para observar desde la altura el cementerio de Ciudadela blanqueado por la luz de la luna. ¡Un lujo poético en medio de la devastación! Quién lo hubiera dicho, hace unos minutos, cuando elongábamos nuestros cuádriceps para la competición por el supuesto bien escaso que a estas horas todavía se llama asiento libre. Mientas me acomodo arriba, en un triple banco vacío, con el lujo sibarita de poder acomodar la mochila a mi lado y posar mis pies en el asiento de enfrente, me pregunto ¿habrá llegado el futuro, al fin, a este rincón de la periferia de Occidente? En el tren del futuro crucé el conurbano desangrado, y me sentí Max Mad con su poderosa máquina cruzando el desierto australiano en busca de venganza. Pero mi sed estaba aplacada… si hasta tardó “apenas” 55 minutos,  quince menos de lo habitual.
Bajo en Moreno sin necesidad de correr para tomar la combinación que me lleve “más lejos de lo Lejos”, pensaría un porteño. Es el último tren del día que sale hacia el lejano oeste, donde el entorno se vuelve primero suburbio y después campo, y para completar la sensación térmica de futuro inminente, no lo han suspendido. Está listo, esperándome en el último andén, con sus dos vagoncitos plateados y con casi todas las ventanas con vidrios. El frío es lo de menos, pienso, mientras me acurruco en la penumbra de su interior, hoy el Sarmiento me dio una sorpresa, un benjaminiano shock del futuro, pero esta vez rebosante de confort.

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