Domingo




Se llena de turistas  
los domingos,
el periurbano.
Con mi mujer
casi siempre
nos quedamos en casa,
descansando.
Y cuando a veces salimos
a limpiar la zanja
o a cortar el pasto
o vamos al almacén
a buscar alguna pavada
para un almuerzo frugal,
improvisado,
vemos a lo lejos
la chorrera de autos:
rumiando por la ruta
relojeando los carteles
buscando algún remanso
pero intentando,
de todos modos,
no pasarse
no marearse
no perderse
por cualquiera
de los caminos polvorientos
que se internan en el campo.
A veces alguno se detiene;
una familia
una pareja
un grupo de amigos medio escabiados:
“Maestro,
una pregunta,
¿voy bien por este lado?”.
“Pegále derecho nomás,
le respondo,
vas bárbaro”.
Y entonces se aleja
el auto,
y yo vuelvo a casa
con cien gramos de queso de rallar
un tinto peleador
y una lata de duraznos.
A veces pienso que
con mi mujer
nos hacemos los boludos,
jugando a que estamos
en el medio del campo;
plantando árboles
cortando leña
diciéndole a los amigos
cuando llueve:
“tengan cuidado con el barro”.
A veces pienso
que no vemos lo evidente,
el signo elemental del periurbano:
que a algunos metros,
por la ruta,
los coches siguen pasando.
Y de tanto insistir,
ya se sabe
qué ocurre con el cántaro.


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